sábado, 8 de octubre de 2011

félix romeo

No he releído nada que no sean los títulos y su nombre, sobre todo su nombre. “Dibujos animados” Félix Romeo, “Discothéque” Félix Romeo, “Amarillo” Félix Romeo.
No he abierto apenas los libros y echado un vistazo a las dedicatorias y a su cara.
Pero si he llevado sus tres libros en la mano toda la tarde por la casa, de un sitio a otro…
Me he tumbado un poco en el sofá y los he dejado al lado en la mesa baja del salón.
He bañado a los crios, y los he dejado encima de sus pijamas en la banqueta amarilla de Ikea.
Les he preparado la cena, un lenguado y arroz blanco del que se hace en tres minutos en el microondas, y he dejado los libros en el poyo de la cocina, junto al cuenco de la sal.
Barajo los libros y releo sus títulos y su nombre. Félix Romeo.
Y sigo haciendo cosas por la casa... ...con los libros en la mano...
Cuando me vaya a dormir los pondré los tres, uno encima de otro, en la mesilla.

Félix, adiós.

martes, 5 de julio de 2011

Eternamente

–Lili, cariño mío, nuestro matrimonio, si Dios nos da vida, durará cien años, hacemos tan poco el amor, que siempre te tengo en deseos, que nunca llegaré a hartarme de ti.

lunes, 16 de mayo de 2011

Vincent viejo

                      A José María y Salvador Caro-Pérez Muelas
                      y a toda la gente de Lorca

"…y, en efecto, así es como logró las cartas más cariñosas de Odette, una de ellas aquella que le mando Odette desde la “Maison Dorée” (precisamente el día de la fiesta París-Murcia, a beneficio de los damnificados por las inundaciones de Murcia…"       
                                                                        (“En busca del tiempo perdido” Marcel Proust)

La primera vez que vi París fue en un plano de una bonita guía que me regalo la abuela justo antes de despedirse de mí.
–Pórtate bien mi niña –me dijo dándome besos por toda la cara y abrazándome bien fuerte. Yo, mientras, la olía. Manzanas maduras y pan sin cocer.
Nada más verlo supe lo que era, era un gran caracol que venía de les Bois de Vincennes y se iba a les Bois de Boulogne. Aunque, al decir verdad, no había salido de un sitio y ya estaba en el otro. Se trataba de un caracol muy grande, gigantesco. Fijándome más detalladamente me di cuenta que la espiral la formaban les arrondissements, que en el plano venían pintados de colores.
El tren corría rápido y los árboles cercanos pasaban como avestruces desconcertados. Las montañas, no queriendo quedarse, nos seguían como a empujones. Supongo que daba igual que nosotros fuéramos a París, que París viniera hacia nosotros.
Papa, que iba medio dormido, abrió un ojo mientras mantenía el otro apretado.
–Papa, ¿parece un caracol? –le dije mostrándole el mapa.
–A mi me parece, más bien, una tortuga –me contestó volviendo a cerrar el ojo…



       Autorretrato en el dormitorio
       Mayo 1925
       Lienzo, 72 x 90 cm.
       Sin firma
       Colección particular

Nunca llegué a cruzármelo por la calle. A pesar de vivir muchos años junto a su sobrina Marie-Ange y morir ya de viejo en su piso de la calle Huchette, en las cercanías de San Severino de Paris, nunca llegué a cruzármelo por la calle. Y, ahora, lo lamento. Lo lamento profundamente.

sábado, 26 de marzo de 2011

El día que conocí a Lucy

Lucy, sin saber su nombre, camina por el barro cálido, mientras mordisquea una especie de manzana verdosa.
Las constelaciones poderosas, en un mundo oscuro, cuelgan como “mandarinas” en un “cielo de mermelada”.
La tierra oscura cruje y la ceniza lo cubre todo. Un diamante escondido.
Han pasado tres millones de años, al menos eso parece, y suena, en una radio polvorienta, una canción calidoscópica. Y Lucy, como Lázaro, camina de nuevo.
Han pasado diez años aunque no me lo crea. Salgo del instituto, de clase de filosofía, y una chica, de la que me enamoro locamente, me sonríe “frente a las flores”.

miércoles, 23 de febrero de 2011

“Mi alma es un lazo intrincado”

                                                                 “Una joven dama llamada Bright
                                                                                                 que correr más que la luz podía
                                                                                                 se marcho una mañana
                                                                                                 a la manera einsteniana
                                                                                                 y a la noche anterior volvía”
                                                                                                                      A. H. Reginald Buller

En la plaza de Santo Domingo me encontré con un compañero del instituto. Me dio tanta alegría verlo que hasta lo abracé. Hacía casi veinte años que no le veía. Iba con su mujer y sus dos hijos, por cierto, guapísimos, un niño de unos cuatro años, con una mirada inteligente y una niña más pequeña, risueña, simpática, más inteligente todavía y con unos rizos que enamoraban. Me los encontré en las cercanías del Ficus de Codorniú. Me saludó muy tranquilo, y creo que se alegró de verme, me presentó a su mujer, que me dio dos besos mojándome las mejillas. Me comentó que andaban por la zona porque estaba escribiendo una novela y una pequeña escena se desarrollaba en este lugar.

He de decir, que ver a esta familia me resultó muy reconfortante, les vi tan tranquilos, que era como si en realidad existiera Dios o esta vida tuviera sentido. Los niños corrieron hacia una fuente junto al monumento de Los Derechos Humanos. Su madre los seguía con la mirada. Cuando nos despedimos, los niños daban vueltas alrededor del monumento y los padres se dieron la mano. Yo miré tres veces hacia atrás para verlos, hasta que doble la esquina por Häagen-dazs hacia Correos.

martes, 18 de enero de 2011

Margarita

Mi novia de la infancia la tenía desde párvulos. Ella, me enseñaba siempre de qué color llevaba las bragas y me decía que su padre y su madre se besaban continuamente. Nosotros nos besábamos detrás del armario, donde la seño guardaba las cartulinas, los palillos y el pegamento. Los besos de Margarita sabían a chocolate casi todas las veces, aunque otras sabían a plátano o a mandarina.
A mi padre y a mi madre no los vi besarse nunca.
El novio de la seño merodeaba algunos días por el colegio. Se asomaba por el cristal de la ventana y hacía muecas, como si fuera imbécil, hasta que la seño lo veía. Entonces, la seño se quitaba el babi y se arreglaba el tipo muy deprisa, pero como despacio y salía a la puerta andando de puntillas deprisa, pero como despacio, y entonces se besaban.
Los besos de la seño sabían a caramelo de menta.
Margarita me quería mucho y no podía vivir sin mí. Me hacía los deberes igual que los suyos, y me pintaba de colores los coches y las motos que yo dibujaba en mi libreta de dos rayas. Me daba siempre, aunque yo no quisiera, bocados de su cropan y me decía que cuando fuésemos mayores nos casaríamos y viviríamos juntos para siempre, besándonos a todas horas como sus padres.
Pero, después de mucho tiempo, un día, casi sin darme cuenta, le habían crecido las tetas y ya no quiso saber nada de mí. Me dijo que habíamos roto.
Margarita ya no me enseñaba de qué color llevaba las bragas, ni me hacía los deberes, ni me pintaba mis dibujos y por supuesto ya no me daba besos después de comerse su cropan.
Y yo no sabía qué es lo que se había roto.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Alegría

No me gusta cruzar los pasos de peatones con el semáforo en rojo, y aunque las calles estén desiertas, siempre aguanto en el borde de la acera, hasta que el hombrecillo verde se enciende, entonces me decido a cruzar.
Bueno, lo que yo quería decirles, es que cuando atravesé la calle, en un trocito de jardín con césped, había dos chicas jugando al voleibol, sin red ni nada. Estaban frente a frente, como a unos cuatro metros de separación y cuando hacían una jugada más o menos larga, se aplaudían la una a la otra con mucho entusiasmo. La verdad, es que daba alegría verlas.
Luego, me dirigí hacia el río, y por el Puente Nuevo, aunque es de 1903, pasé al otro lado de la ciudad.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Antes que cante un gallo

Me ha dado mi hija, sin querer, una patada en la espinilla y de pronto se me ha entristecido el alma hasta el punto de que el dolor no me duele.
Entró por primera vez en clase a media mañana, justo después del recreo, aún andaba por mi boca el sabor de la nocilla, y, cuando ya llevábamos dos meses de curso. Yo recuerdo con exactitud ese momento, eso es lo que creo, porque nada más aparecer por la puerta en compañía del director que nos lo presentó, me soltó el muy cabrón una patada en la espinilla derecha, que se me saltaron las lágrimas.
Su aspecto era impecable, como de no ser el hijoputa que llevaba dentro. Llevaba pantalón vaquero largo, cuando todos íbamos de corto, y unas zapatillas deportivas que no eran de La Tórtola. Su cazadora roja llevaba a la espalda palabras negras en inglés que yo no entendí pero que sí copié letra a letra en mi cuaderno de matemáticas, porque la seño lo sentó delante de mí en una mesa que trajeron de otra clase, “The House of the Baskervilles”.También apunté lo que ponía en sus blancas zapatillas, “Reebok”.
Las lágrimas me las tragué por los ojos y no dije nada a nadie, ni a Joaquín que estaba a mi lado. Quizás ese día repartió más regalos silenciosos como el mío.
Yo no dije nada y nadie dijo nada. Tampoco el día, que a la salida de clase, ató a un perro con un cordel de pita y lo fue arrastrando por todo el Camino de la Fuente, hasta el Cabezo de La Doctrina. Tampoco dijimos ni hicimos nada que no fuera seguirle en sudorosa algarabía cuando decidió ahorcar al pobre perro en el primer pino que se encontró. Yo recuerdo con exactitud, eso es lo que creo, el ojo, solo le veía un ojo, solo veía la mitad de su miedo y tristeza, del condenado animal que me miraba a mí. Y yo no hice nada.
Antes de hacer los exámenes de la tercera evaluación se marchó. Se llamaba Alberto.

domingo, 17 de octubre de 2010

Mi abuelo (1)

     A vosotros que soy todavía niños y a los que además sois abuelos.
Mi abuelo ha tenido siempre dos o tres jaulas rulando por la casa o en el cuarto de los trastos. Las jaulas siempre han estado vacías.
Mi abuelo ha tenido siempre dos o tres montones de pájaros, más o menos. Los pájaros siempre han estado en el huerto.
Hoy me paseo con mi abuelo por el huerto, lo hago muchas veces, me tumbo en la hierba y las hormigas se me suben por la ropa y me hacen cosquillas. La ropa se me mancha de verde.
El abuelo escarba con una pajita en el agujero de una araña, se sopla el bigote y chasca los dedos esperando que salga. Una mariquita en una rosa se ríe. Espero que sea de nosotros.
                      
                                 (La ilustración, lo mejor, regalo de Salvador Caro Perez-Muelas)

martes, 28 de septiembre de 2010

Gravedad

Corría el año 1665. Yo venía de Londres huyendo de la peste.
Me lo encontré en una encrucijada en el condado de Lincolnshire.
Entonces ofreciéndole tabaco le pregunté:
-¿Este camino de la izquierda conduce a Woolsthorpe?.
-Ni lo sé, ni me interesa – me contestó el insensato.
Entonces fue cuando, enfadado, le di una patada al tronco del manzano bajo el cual, se cobijaba de la lluvia.
Fue tal el golpe que le propinó la madura fruta que allí quedó medio aturdido, ensopado y con la cabeza herida.
Yo salí corriendo por el camino de la derecha y ya no supe más de este desdichado y de su fortuna.