viernes, 28 de mayo de 2010

Un colchón nuevo o una segunda oportunidad o las dos cosas

Mi mujer y yo compramos un colchón nuevo. El viejo se ha hecho viejo de solo dormir. A mi no me importaba mucho que sus muelles gruñeran en la silenciosa noche. Pero estaba viejo. Muerto.
Cuando quite, con ayuda de mi mujer, el viejo y pesado colchón para colocar el nuevo de viscolatex con aroma a aloe vera, con una de sus esquinas duras tire el cuadro que colgaba encima del cabezal de la cama. Un fragmento de La Creación de Adán, porque les diré que soy católico, apostólico y romano, aunque, eso si, añadiendo una insignificante apostilla, que soy ateo. Dios y el hombre no se tocan, sus dedos índices no llegan a tocarse en la tormentosa pared agrietada de la capilla.
Coloque el cuadro en sus sitio y como si de un muerto se tratase arrastramos el colchón por el pasillo hasta llegar al salón.
–Este piso nuestro es demasiado pequeño para dos colchones de matrimonio –le dije a mi mujer.
–¡Tenemos que bajarlo a los contenedores! –Me grito ella aunque me tenía a su lado.
–Pero si no hemos avisado al servicio de recogida.
–No importa, la calle esta solitaria y no nos vera nadie.
Y fue verdad, no nos vio nadie que nosotros viéramos.
Salí al balcón a fumarme un cigarrillo. El trabajo ya estaba hecho. Abajo el colchón se había volcado y casi cortaba el paso a la gente que de vez en cuando transitaba por la acera. Un coche de policía se pasea por la calle.
Termine de darle la última calada al cigarrillo y estaba apagándolo en la maceta de geranios cuando un hombre pequeño con una bicicleta grande cogió el colchón como si de una almohada individual se tratara y doblándolo como se dobla una rebanada de pan de molde lo ato en el portaequipajes, y nada, desapareció zigzagueando por la esquina del colegio.
Me metí al salón pensando que no estaría nada mal que cuando llegara el fin pudiera tener la suerte de ese viejo colchón de muelles. De momento, mi mujer y yo, tenemos un colchón nuevo.

martes, 18 de mayo de 2010

Capitulo 3

Soy el mentiroso más fantástico que puedan imaginarse. Aunque si voy camino de la confitería, nunca le diría a nadie que me preguntara que voy a la librería. Es cierto que miento, siempre, claro esta, cuando se trata de no hacer daño a las personas que quiero, casi, pero no tanto, como un Leonard Zelig.
Por este motivo mentiría sobre si me gusta o no una estatua de plexiglás, un dado de acero o una exposición de fotografía.
Un día, una amiga que había ido conmigo todos los años de la escuela, que yo la tenia como a una hermana, que por ello era incapaz de pensar sexualmente en ella, que ni me pasaba por la cabeza imaginarme sus tetas, en el primer año de instituto, sin avisar ni nada, va y se me declara y me dice que me quiere con locura y que no puede vivir sin mi, que todo este tiempo ha estado amándome en secreto y todo eso. En mi mente quieta solo veía dos caminos para tomar y se iluminaban alternativamente sus carteles señalizadores, como en un motel de la Route 66: uno, rojo, me casaba con ella llevando una sacrificada vida de amor fingido y otro, verde, que elegí rápidamente, y fue decirle que era gay, que era un pedazo de gay que ella no se merecía.
De poco sirvió mi piadoso embuste cuando una semana después me pilló comiéndome a besos a una chica en San Esteban. Pensé en añadir lo de una bisexualidad contenida o reprimida, o algo por el estilo, decirle algo, salirle por peteneras, volver a mentirle, decirle que estaba probándome, pero no dije nada, guarde silencio.
Ella tampoco dijo nada, me miro con una tristeza que me dolía, como una quemadura. Yo, quieto, con mi cabeza apoyada en el hombro de la chica y medio enredado en su pelo, la vi alejarse hasta que se la trago la entrada de El Corte Ingles.

viernes, 7 de mayo de 2010

El día que conocí a Holden Caulfield

Yo tuve más suerte que el jorobado bartlebys rastreador de bartlebys. No todos mis familiares han muerto y no tengo joroba, aunque si algún que otro trauma. Por lo demás, soy feliz a ratos, aunque cuando me dejo mi mujer pase siete días para morirme. Yo bebo toda la cerveza que puedo, me gusta el té y el café y de vez en cuando me lío algún cigarro y lo disfruto. Pero como les decía, yo tuve más suerte que el jorobado, porque yo a quien vi, en un autobús por la Quinta Avenida de Nueva York, no fue a Jerome David Salinger, sino al mismísimo Holden Caulfield. Y estoy seguro de que era él. Llevaba a su hermana cogida de la mano, estaban sentados en la última fila, no paraban de conversar y se reían, se reían continuamente.